miércoles, 29 de enero de 2014

La inercia del pensamiento.

Una reflexión muy simple se acaba de abrir paso entre mis pensamientos para asentarse en a penas cinco minutos en mis dedos y plasmarse en esta hoja en blanco. Sin revisar, redactada mediante escritura automática, aquí la dejo:

Cuando alguien nos pregunta: ¿serías capaz de hacerlo? Siempre nos situamos en un contexto virtual que se aleja mucho de la realidad. Por eso, nuestras respuestas nunca son sinceras del todo. Nunca decimos con la piel erizada, con el vértigo en los ojos, lo que realmente nos produce imaginarnos en la situación que nos plantean con esas preguntas esporádicas. Todas ellas nos incitan a plantearnos ambientes hipotéticos, la mayoría de ellos que nos proponen un reto personal. ¿Serías capaz de saltar desde un puente? ¿Comerías un escarabajo? ¿Robarías si no tuvieras dinero ni para comer? y la más inquietante de todas... ¿Serías capaz de matar a alguien?


Apoltronada como estoy en mi butaca, frente al ordenador, todas estas preguntas me han golpeado como un mazo. Muchas de ellas las he respondido con anterioridad, bien en Ask, bien en persona a amigos, familiares... ya sabéis. La gente cree que te conoce cuando sabe datos absurdos sobre ti, y tú te sientes más cerca de ellos cuando logras responder al tercer grado al que te someten. No obstante, he intentado responder para mí misma varias de esas preguntas, sólo por aburrimiento, lo confieso, en la tranquilidad de mi retiro. Me he inquietado al darme cuenta de que ningunas de las veces me había planteado REALMENTE el estar en cualquiera de esas situaciones. Me explico. ¿Serías capaz de saltar desde un puente? Sí (he hecho rápel varias veces y no debe ser muy diferente) ¿Comerías un escarabajo? No lo creo (a no ser que tuviera necesidad extrema de hacerlo) ¿Robarías si no tuvieras ni para comer? No, intentaría salir de mi situación de otra manera. ¿Serías capaz de matar a alguien? ¡NO!


Bien. Os he dado las respuestas más comunes a estas preguntas, junto con pensamientos fugaces que suelen aparecer en nuestra mente cuando en un solo instante, tu interlocutor espera una respuesta rápida y convincente. Ahora es cuando os pido que os paréis a pensar en ellas detenidamente. Ah, no. Estáis haciendo lo mismo que cuando os pregunta vuestro amigo y espera esa breve respuesta. Os imagináis levemente la escena, como en las películas. Nunca, nunca, usáis el presente temporal para situaros.


Aquí y ahora, donde estáis, se abre un agujero de 30 metros de profundidad a vuestros pies, con agua arrastrándose con furia al fondo, erosionando los bordes que forman su cauce. Cierra los ojos, toca tu propia mano. Estás ahí, ahora, y solo una barandilla te separa del vacío. Ahora sí. ¿Saltarías desde un puente? Nunca te has planteado esa atmósfera en realidad, y probablemente tampoco las otras tres que he propuesto al azar para ilustrar esta reflexión. Todas las acciones hipotéticas que te han puesto sobre la mesa las has imaginado siempre en un contexto fantasioso, idílico o desagradable, dependiendo de prejuicios de otras personas, moral barata vendida por la sociedad o experiencias anteriores que hayas tenido. Pasa con los miedos. Pasa con el amor. "No voy a subirme al ascensor porque me da claustrofobia", y te imaginas encerrado en un metro cuadrado aguardando a que se abran unas diminutas puertas y te liberen. "Si me declaro me va a rechazar" e imaginas sus ojos mirándote con superioridad y a ti, boqueando como un pececillo haciendo un absoluto ridículo con tus tartamudeos. Lidiar con un temor determinado es muy duro, pero en cuanto comprendes esta simple idea que trato de explicar, tendrás el poder sobre cualquier terror. Cualquiera.


¿Comerías un escarabajo? ¿Robarías si no tuvieras ni para comer? ¿Sigues teniendo la misma respuesta en tu mente después de situarte en la realidad en ese escenario? No, ¿verdad? Pasemos al último nivel. ¿Serías capaz de matar a alguien? Imagina a una persona ante tus ojos. No quieres matarla sin motivo, por supuesto. La violencia gratuita no va contigo. ¿Qué ha podido hacer ese ser para molestarte lo suficiente como para querer asesinarlo? Puede que muchos nunca lleguéis a esta conclusión. Puede que sea yo la única que ha conseguido salir del pensamiento virtual y dejarme corroer por la rabia, por la impotencia, y por una ira que no creí que me caracterizara. ¿Serías capaz de matar a alguien? Si hubiera hecho verdadero daño a alguien a quien realmente quiero, sí. Sin dudarlo. Y con esta simple reflexión, fue como encontré una parte de mí que no conocía, y que hasta ese momento había construido con un espejismo de mi reflejo. Ahora que todos habéis entendido lo que quería decir, haceros una última pregunta... ¿Cómo fue capaz él, ella, de hacerlo? Cuántas veces nos lo habremos preguntado y qué hipócritas fuimos juzgando, ¿verdad? 

viernes, 24 de enero de 2014

Mirar atrás.



"La lluvia intenta susurrarme las palabras correctas, pero no soy capaz de oír. 

La gente habla y la entiendo, pero sé que el verdadero sentido de todo esto no me lo 

pueden explicar en este idioma. 

Alzo la vista, lectora, y miro al cielo. Recorro con los dedos su blanca caligrafía. 




No lo entiendo. 





Frente a mí, una rosa nace y extiende sus pétalos como si me fuera a abrazar... 

pero no es a mí a quien espera. 

La lluvia lame su seno hasta que se estremece.

 Ninguna gota parece percatarse de sus espinas, pero ahí están para que yo 

no pueda buscar en ella la razón de su esplendor. 

Empuño la tierra húmeda y la lanzo a mi  alrededor. 



Ya no estoy. 



Ya no me ven. 



Ahora sólo soy cenizas. 




Ahora lo entiendo."





<

resalta especialmente por su calidad literaria, sí que plasma a la perfección una sensación que sigue 


persiguiéndome en ocasiones. La incertidumbre. >>

viernes, 17 de enero de 2014

Ñoñerías.

Las malas lenguas dicen que confesar la verdad, te hace quitarte un peso de encima. Mientras te observaba sentada frente a mí, en un banco lacerado por el tiempo y anclado a ninguna parte, la sensación angustiosa que te oprime el estómago antes de decir algo importante seguía allí. No tenía nada más que pronunciar, y por eso te miraba sin apartar los ojos de tu rostro. Por eso no me movía. Se suponía que te tocaba a ti reaccionar... pero no lo hacías. La tirantez de mis entrañas se hizo más intensa, y maldije en voz baja a todos los falsos oráculos que hablaban sobre la sinceridad y la gran importancia que tenía hacer uso de ella para sentirnos plenos. Yo sólo podía percibir un miedo atroz golpeando ritmicamente mi pecho.

Te apartaste un mechón de los ojos con suma lentitud y subiste las piernas al borde del banco, formando un ovillo de perfección que se antojaba exótico en un lugar tan común como el que estábamos.Tus dedos trazaban círculos sobre la tela de los vaqueros que llevabas, y tu mirada los seguía con atención artificial. Comprendí que lo que pretendías era evitar mis ojos escrutándote y pensé: "la he hecho buena". Tragué saliva y clavé las uñas en la madera de aquel estúpido banco, luchando conmigo mismo para no sacarte las palabras zarandeándote. En aquel momento, habría pagado por leer la mente y escribir sobre tus pensamientos un final perfecto para aquella historia, pero esos eran solo los deseos de alguien desesperado. Entonces no aguanté más. No soportaba ver perdidos tus ojos por más tiempo. Se me escaparon las palabras.

-No tienes que decir nada- susurré-. Solo quería que lo supieras.

No hizo ningún movimiento, y sentí que algo se iba apagando en mi interior. Maldije diez mil veces a todos los dioses, al aire, a la tierra, al fuego y al agua.

-No te preocupes, en serio - no me atreví a tocarla ni para darle un poco de consuelo, así que comencé a levantarme con la intención de darle un poco de espacio-. Ha sido una tontería por mi...

De repente una mano pequeña y cálida se cerró sobre mi muñeca y me detuvo. Miré el rostro de la joven con sorpresa, y descubrí las lágrimas que sus ojos intentaban contener a duras penas. De sopetón, me encontré con su voz acariciando mis oídos.

-Yo también a ti- y esa fue la frase que, saltándose mi ridículo monólogo, tiró por tierra horas y días de imaginación desenfrenada en los que había tratado de adivinar cuál sería la respuesta que obtendrían mis palabras si me atrevía a pronunciarlas.

 No podía dejar de mirarla, y entonces ella, en un gesto perezoso, se levantó para estar a mi altura, se secó las lágrimas como la valiente que yo siempre supe que era, y me sonrió. Supuse que era su forma de disculparse por la agonía del silencio que había abierto un abismo entre nosotros durante varios minutos... pero nada de eso importaba ya. Solo estaba ella. Ella y su aroma, ella y su cara de niña buena. Ella y sus rarezas, su ternura, sus ojos curiosos. Daba igual lo demás. Era ella y el conglomerado de piezas que la formaban lo que me hizo respirar y desterrar de mi vida el peso que me había incordiado durante meses. Ni la sinceridad, ni una confesión a tiempo, hubieran podido actuar como una panacea más efectiva que el amor.