lunes, 23 de diciembre de 2013

Espejismo

Salí de la empresa, como siempre, con prisas. No veía el momento de llegar a casa, aflojar la corbata que llevaba ahorcándome toda la reunión de la junta directiva y sentarme en el sofá frente al televisor. Recuerdo que hacía frío y que todo el mundo iba embutido en enormes abrigos de plumas. Las señoras preferían cubrirse con unas horrorosas matas de pelo que, unidas a la lentitud con la que andaban, a veces terminaban metiéndose en tu boca. Esquivé con irritación a varias de ellas. Mis pasos eran certeros, ágiles y elegantes. Se notaba a la legua que tenía mucha práctica. Era la rutina de toda la semana. Ese día, no obstante, sentía que estaba perdiendo un tiempo muy valioso. Había partido y la acera parecía encogerse con tantas personas moviéndose a la vez. Entorné los ojos y decidí cruzar la calle para evitar la zona comercial de la capital. Si tenía que esperar a que la multitud me abriera paso hasta el metro, llegaría cuando finalizase el partido de la semana siguiente.

Cuando logré alcanzar un paso de cebra, el semáforo cambió de color para torturarme un poco más. Los coches arrasaron con el espacio que segundos antes había estado libre para caminar. Suspiré. "Qué semáforo más lento. Qué de coches. Qué coñazo." pensé, y sin querer entré en un bucle que se me antojó eterno. Decidí distraerme observando lo que tenía a mi alrededor. Fue entonces cuando la vi. Una joven de melena larga y lisa, de piel besada por el sol, envuelta en un vestido diminuto y abrigada con tan solo una chaqueta de punto. El atuendo no dejaba mucho a la imaginación, pero ella estaba allí plantada, sin seña alguna de tener frío, esperando lo mismo que yo, que el estúpido semáforo nos dejara continuar con nuestras vidas. Era una de esas chicas a las que nadie aspira, a la que los hombres admirarían de lejos y pondrían de fondo de pantalla en el móvil para deleitarse al desbloquearlo. Mis ojos no pudieron despegarse de ella, y el que la joven me devolviera la mirada y me sonriera, consiguió que dejara de respirar al instante.

Un desagradable pitido me despertó de golpe. El semáforo nos daba vía libre para pasar, pero yo no podía moverme. La gente me empujaba sin inmutarse y oí a un anciano mascullar insultos a bocajarro debido a mi inoportuno parón en medio de la calle. No le dejaba pasar. La cuestión es que la joven sí se movía. Y se movía hacia mí en linea recta. Y seguía mirándome y yo solo alcancé a tragar saliva. Di las gracias mil veces por el tropiezo que la hizo caer en el ángulo perfecto para que yo la atrapara. Oí mi maletín, con toda la documentación de la oficina, caer y desparramar su contenido por el asfalto, pero la cogí antes de que cayera al suelo y eso es lo único que me importó. Nos miramos y me sonrió de nuevo, agradecida, mientras rodeaba mi cuello con sus brazos para no resbalar. Recorrí con lujuria sus largas piernas, desde los tacones rojos que llevaba hasta el borde de su vestido. Entonces me dije: "éste es mi día" y quise retener ese momento en mi memoria todo lo que pudiera para futuros bajones de autoestima. Giré la cabeza levemente, lo justo para observar nuestro reflejo en uno de los escaparates de ropa que envolvían la manzana. Entonces reparé en algo escalofriante. Allí donde deberiamos de haber aparecido ambos, en una postura de cuento, de película, de ensueño... solo estaba yo envolviendo los brazos ridículamente sobre la nada.

Miré con extrañeza a la hermosa mujer a la que había salvado segundos antes y... seguía allí, mirándome con unos ojos que prometían muchas cosas. Se mordió el labio inferior con descaro, invitándome a besarla. Volví a mirar el escaparate. Nada. Vacío. Aire. Con el corazón rebotando en el pecho, la solté de golpe. No me dio tiempo a oír su gritito ahogado. En una acera se quedó mi maletín, parte de mi vida y lo que podría haber sido una de mis mejores fantasías. Por el momento, preferí echar a correr y no parar hasta llegar a mi casa y dejar que fueran las sábanas las que me salvaran a mí una vez más.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Desencajarse

Imaginad que estáis dentro de un puzzle. Os sentís parte de algo y lo percibís como eterno e indestructible. No estáis solos. No obstante, soléis desgastar vuestras esquinas para encajar en un pequeño vacío que, en realidad, os está dejando sin aire. Necesitáis salir de ahí. La ficha que realmente completa el puzzle está aún lejana en el tiempo. Sois como una burda imitación de la pieza que falta. No tenéis la misma gama de colores, ni la orientación adecuada, ni el aplomo ni la tranquilidad que siente quien está donde debe estar.
Molestáis a la vista.






En los puzzles incompletos se atisba la imagen final.
En uno mal hecho... se distingue a la legua quién es el que sobra.
¿Es que acaso quieres ser tú?